Universidad española: falla la materia prima

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Los alumnos que acceden a la Universidad se caracterizan por poseer unos conocimientos dispersos y superficiales, muy fragmentados, sin unidad. ¿Cómo puede actuar la Universidad ante ellos?

Por David J. Santos, Director de la Escuela Politécnica Superior de la Universidad CEU San Pablo. Director de LIEU (Laboratorio de Innovación Educativa Universitaria).

Quien lea el título de este artículo quizás no acierte a comprender por qué la Universidad necesite de una «defensa», pero lo cierto es que la institución universitaria está siendo objeto de un «ataque» que pudiera parecer suave, pero que, si no se actúa, quizás acabe siendo letal.

Nos referimos al avance, en el entorno universitario, de las fuerzas que han arruinado intelectualmente para los restos la educación preuniversitaria española, y que han sido plenamente asimiladas por las legiones de alumnos que invaden hoy en día la Universidad española.

Dejemos claro, desde el principio, que se trata de buenos alumnos, que no han fracasado nunca en el sistema preuniversitario, que han hecho lo que se les ha dicho, pero que presentan, al llegar a la Universidad, severas carencias para afrontar el reto universitario, además de unas expectativas ridículas sobre lo que es educarse, aprender, estudiar y esforzarse. Sin ánimo de ser exhaustivo:

  • Los alumnos que acceden a la Universidad se caracterizan por poseer unos conocimientos dispersos y superficiales, muy fragmentados, sin unidad. A ello habría que añadir unas grandes dificultades para el razonamiento estructurado lógicamente, una escasa capacidad para la comprensión lectora, una bajísima capacidad de análisis, y una nula capacidad para la abstracción.
  • Si malas son las aptitudes de entrada en la Universidad, no mucho mejores son las actitudes. Los alumnos presentan graves dificultades para la atención y la concentración, son incapaces de perseverar en el esfuerzo, no saben organizar su tiempo y su energía, están habituados a técnicas de trabajo muy poco eficaces, a no sacar partido de las clases a las que asisten, y a no trabajar diariamente en las disciplinas que cursan, salvo que se trate de «deberes» que alguien les «pone». Además, les resulta casi imposible gestionar la adversidad, cuando ésta se produce.
  • Finalmente, el alumno que accede a la Universidad espera alcanzar el éxito, que se resume en «sacar buenas notas», de la misma forma que lo obtuvo en el Bachillerato.

¿Cómo puede la Universidad, entendida como la institución matriz de la Educación Superior, actuar sobre alumnos de esta naturaleza? Lo sencillo es ceder: reducir el nivel de exigencia hasta hacerlo compatible con las expectativas de los alumnos. Quizás acompañando esta medida de innovaciones docentes que incrementen la motivación del alumnado, de tal manera que la «experiencia educativa» universitaria no diste demasiado de la preuniversitaria.

Lógicamente, esto, en muchos casos, comprometerá severamente los objetivos educativos perseguidos. En diversos grados, esto está sucediendo «sotto voce» en la Universidad española, como pueden atestiguar los profesores universitarios con suficiente experiencia: «saben» que sus exámenes actuales no son comparables, en complejidad, a los que ponían hace 15 años.

Pero, ¿cabe alguna alternativa a la «adaptación» al alumno emergente del Bachillerato?

Sin entrar en el ámbito de la política universitaria y sus desmanes, sobre la que poco podemos hacer los profesores universitarios, sí creemos que existen acciones, en cierto modo «personales», que pueden ayudar a combatir la tendencia a la mediocridad y la inanidad en el entorno universitario. Como se verá, todas son auténticamente «contraculturales»:

  1. Recuperar el prestigio cultural del conocimiento: La educación universitaria ha de orientarse a que los alumnos sean capaces de juzgar y discernir con arreglo a criterios racionales, asentados en conocimientos profundos, adquiridos mediante un esfuerzo perseverante.
  2. Reducir la carga sobre los docentes de actividades ajenas a las propiamente educativas, como las dinámicas de aprendizaje de competencias, destrezas, y estrategias para una rápida inmersión en el contexto sociocultural inmediato del alumno (cortoplacismo educativo o educación efímera).
  3. Combatir la innovación educativa intrascendente: Evitar el culto a la novedad por la novedad, a la ocurrencia, al adanismo, al sentimentalismo, a la mejora de la eficacia de los medios sin reparar en los fines. El progreso siempre requiere que no se pierda lo que de valor se conquistó con gran esfuerzo. La mera innovación, sobre todo si es disruptiva, no puede ser el criterio de calidad con el que discriminar lo que es valioso de lo que no lo es.
  4. Apostar decididamente por la racionalidad: Educar, en el nivel universitario, pasa por enseñar a pensar en serio. Y pensar siempre es decidirse por algo buscando razones, normalmente discutiendo/dialogando con otros racionalmente.
  5. Rehabilitar la cultura del diálogo educativo (Socrático): Entendido como la búsqueda franca, cordial y cooperativa de la verdad, mediante la práctica de la escucha atenta y racional. Curiosamente, las nuevas tecnologías, panacea de toda innovación educativa que se precie de moderna, tienden a impedir este diálogo.
  6. Evitar toda forma de condescendencia hacia el alumno: El alumno universitario, si se pretende que algún día pueda caminar por sí mismo, no debería ser «llevado a caballito». Pero sí necesita dirección en el uso de su inteligencia y de su voluntad.

Pese al desánimo generalizado del colectivo docente, «boloñizado» hasta los tuétanos, urge organizar una resistencia que nos ayude a salvar lo que de valor quede en una institución, la universitaria, depositaria de mucho de lo que la Humanidad puede sentirse orgullosa.

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