Escuelas sin exámenes: otra educación ya es posible

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La evaluación es parte del aprendizaje. Desde que comenzamos en la escuela hasta que acabamos la educación obligatoria o la universidad, toda nuestra vida está marcada por los exámenes. Pero, ¿es la única forma de evaluar? Cada vez más profesores y centros educativos están dando la espalda a esta forma de calificar que genera estrés, dolor y sufrimiento en los estudiantes. No podemos seguir confundiendo el acto de aprender con el de superar exámenes. Llega el momento de cambiar.

examenes

Pasan los años y la imagen de un aula con un grupo de estudiantes haciendo un examen no cambia: el silencio, los nervios, el clima de angustia.

Es increíble la cantidad de traumas que producen los exámenes en los niños y jóvenes. Sus consecuencias negativas se trasladan a la vida adulta y muchas veces ni siquiera una ayuda específica puede revertir sus efectos. Sin embargo, se siguen haciendo y se continúa aceptando socialmente y creyendo que superarlos “nos hace más fuertes”. Nada más lejos de la realidad.

La educadora Débora Kozak, autora del blog “Pensar la escuela” es una de las muchas voces que se manifiestan en contra de los exámenes en el aula. “Hay quienes sostienen que la práctica de los exámenes prepara para la vida adulta, y aunque es verdad que a veces uno pasa por situaciones de este tipo en su trabajo, en algún concurso o experiencia similar para acceder a un puesto, ¿es necesario entrenar durante toda la infancia y la juventud solo para atravesar ese momento? ¿No es un poco absurdo?”, se pregunta.

Lo que más se olvida en medio de estos insólitos argumentos es que la evaluación es parte del aprendizaje, y que evaluar no significa hacer exámenes. Y continúa Kozak: “Cuando intento ayudar a un estudiante adulto a reconstruir lo poco que le queda de su autoconfianza para aprender, se abre la caja de Pandora de su trayectoria escolar frente a los exámenes: todo lo que queda es dolor, humillación y sufrimiento, pero de conocimiento nada”.

Poco a poco, esa situación de agobio va cambiando y las escuelas sin exámenes empiezan a irrumpir en el sistema educativo español. La autoridad del profesor se relaja y todas las personas del aula interactúan de igual a igual. Son centros educativos sin exámenes, pero también con puertas abiertas para que el alumno salga y entre cuando quiera, mezcla de diferentes edades en la clase y pocos –si no ninguno- libros de texto. El método Montessori, las escuelas Waldorf o los centenares de escuelas libres y rurales que existen en nuestro país son claros ejemplos de que existen métodos alternativos de enseñanza totalmente eficaces.

Aun así, por diferente que sea su método, todos estos centros están en el sistema educativo y por tanto tienen que cumplir con las exigencias que marca el ministerio de Educación. Pasan las pruebas diagnósticas de primaria, por ejemplo, y lo hacen con buen resultado en general. Y es que la última ley educativa aprobada por el Partido Popular, la famosa LOMCE, no solo no comparte estos métodos, sino que aumenta el número de exámenes obligatorios para los estudiantes.

Con la nueva legislación, los estudiantes de ESO (alumnos de 15 y 16 años) tendrán que realizar una evaluación final que se pondrá en marcha en 2017, aunque no será hasta 2018 cuando los alumnos tengan que aprobarla para obtener el título de la ESO. Lo mismo ocurre con la de Bachillerato (17 y 18 años), que en el primer año de aplicación, 2017, no servirá para titularse, pero sí para acceder a la Universidad. A esto hay que sumar evaluaciones en tercero y sexto de Primaria, que aunque no tendrán validez académica sí servirán para controlar el nivel educativo de los estudiantes.

Y sin embargo, no funcionan. “La cantidad de personas que llega a la edad adulta con su capacidad de aprender totalmente destruida muestra a las claras que algo se hace muy mal desde hace mucho tiempo”, explica Débora Kozak. “Es una enorme mentira que el rigor en los exámenes sirve para aprender más, solo instala el miedo hacia ellos y el deseo de no tener que volver a pasarlos”, añade.

Carlos Magro, vicepresidente de la Asociación Educación Abierta, “un espacio de relación y debate en torno a la transformación educativa como elemento para construir una sociedad más democrática, más solidaria y más justa”, apoya también estos métodos que ejercen menos presión sobre el alumnado. En su blog personal escribe que, en cierta manera, “hemos confundido el acto de aprender con el de aprobar exámenes. Y esto, además de provocar exclusión, es una manera muy limitada de abordar la complejidad de la educación y el aprendizaje. No es lo mismo evaluar que examinar, ni evaluar que calificar. Aprender no es aprobar exámenes”.

El pedagogo Celestin Freinet, allá por 1957, escribía ya en su libro “Técnicas Freinet de la escuela moderna” que lo primordial en la educación es impedir que los niños fracasen, “hacerlos triunfar ayudándoles si es necesario, mediante una generosa participación del maestro. Hay que hacerles sentir orgullosos de su obra. Así será posible conducirlos hasta el fin del mundo”. Sin embargo, el mensaje no ha calado.

¿Por qué al final casi todos los profesores equiparan la evaluación al acto de calificar? La literatura pedagógica, tanto en el orden de lo conceptual como de lo práctico, es sumamente prolífica en lo que se refiere a múltiples formas de evaluación. Es más, hay numerosas investigaciones que han demostrado los efectos negativos de los exámenes y sin embargo… el sistema educativo no cambia.

“En general, domina la finalidad de rendición de cuentas sobre el objetivo formativo y de aprendizaje”, explica Magro. “Disponemos de un amplio catálogo de formas de evaluar bastante más finas que el examen o el test. Parece una obviedad, pero nunca está de más recordar que nuestro objetivo como docentes es la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos. Superar exámenes y obtener títulos no debería ser nunca el objetivo. El fracaso no es un indicador del éxito. Como dice Freinet no deberíamos permitir que los niños fracasen”, concluye.

Porque, al fin y al cabo, cómo estudia un alumno depende de cómo el profesor le va a preguntar esos conocimientos adquiridos, es decir, depende de la evaluación elegida. Por eso, la forma de evaluar condiciona no solo qué estudia el alumno, sino cómo lo estudia. No es lo mismo aprender para un examen que aprender por aprender. Porque el modo de evaluar influye directamente en lo que aprendemos y en cómo lo aprendemos. “Muchas veces hemos escuchado a los alumnos, y a nosotros mismos cuando lo fuimos, decir haber vomitado todos los conocimientos adquiridos de forma fugaz en el examen”, explica Carlos Martínez, profesor en un instituto madrileño. “Los alumnos se machacan uno o dos días antes del examen, aprenden de memoria la mayor información posible y el día del examen la sueltan sin apenas razonar”, añade.

Todo estudiante debe saber discrepar entre lo que hay que memorizar y lo que puede expresar por sí mismo a través de la comprensión, la lógica y el razonamiento, “pero debe ser el profesor quien consiga que el alumno absorba todos esos conocimientos”. Pues cuando la comprensión falla, el trabajo posterior será de muy mala calidad, puesto que si lees pero no entiendes, es muy difícil distinguir correctamente lo que es importante de lo que es complementario y esto lleva al alumnos a memorizar sin más, es decir, a repetir como un loro, sin entender casi nada.

El ejemplo de Finlandia

El gurú de la educación Richard Gerver, considerado una de las personas más influyentes en el sector educativo, también se muestra contrario a los exámenes. “A menudo uso una expresión: ‘El cerdo no engorda por aumentarle el peso’. La educación no mejora a base de exámenes. Fíjate en Finlandia, prácticamente no les hacen pruebas a los estudiantes y tienen el sistema educativo más exitoso de Europa”, asegura.

“Los exámenes nunca han elevado los estándares, en realidad, restringen el potencial. Necesitamos que los niños estén inspirados para que aprendan”, añade en una entrevista concedida durante su visita a España hace tres años. “No podemos caer en el error de que los exámenes motivan a los alumnos. Si es así, el sistema ha fracasado: los estudiantes deberían estar motivados porque aprender es relevante”.

Pero, ¿cómo motivar a los alumnos en un sistema altamente competitivo? Volviendo de nuevo a Finlandia, cabe mencionar que los estudiantes no hacen exámenes ni reciben calificaciones hasta quinto curso (11 años) y los informes que el profesor elabora para los padres son descriptivos, no numéricos. En sus clases se premia especialmente la imaginación y la capacidad de emprendimiento y no es de extrañar que abunden los profesionales de campos artísticos y creativos y también los de tecnología e ingeniería. Esto también se fomenta en la educación, donde se valora la creatividad, la experimentación y la colaboración por encima de la memorización y de las lecciones magistrales.

Gerver comparte esta forma de enseñar y de aprender. “Los sistemas educativos más dinámicos del mundo se están apartando de los sistemas competitivos a medida que se descubre que la educación se desarrolla mejor a través de la colaboración. Es cierto que vivimos en un mundo competitivo, pero todas las buenas innovaciones parten de la colaboración y las organizaciones más exitosas de este siglo sitúan la colaboración como una estrategia central”, comenta.

En definitiva, la finalidad de la evaluación no debería ser otra que la mejora del aprendizaje, pero bien lejos estamos de esta meta. El principal destinatario, el estudiante, nunca recibe de la evaluación beneficio alguno. Por el contrario: solo es para él una actividad artificial, escindida del proceso de aprendizaje. Lo que le queda de los exámenes es una nota y una “etiqueta” que le dice cuán bueno o malo es en algo particular, que en general suele ser… resolver exámenes, pues la mayoría de los estudiantes no recuerda nada de lo estudiado a las pocas semanas de haber realizado la prueba. Por eso, ni siquiera podemos dar cuenta con claridad a través de los exámenes de la comprensión de los conceptos, salvo en escasas oportunidades, y lo peor es que por sí solos no nos ofrecen toda la información que requerimos para dar cuenta de las características y alcances de un proceso de aprendizaje. Y por si fuera poco, la evaluación tradicional genera un sistema de exclusiones que va minando progresivamente la confianza de aquellos alumnos que no logran sobrevivir a ella.

Los alumnos de hoy y también los del mañana piensan de modo distinto, son más exigentes, están mejor informados y son más complejos consumidores de lo que lo éramos nosotros. El mundo que les rodea cambia a un ritmo vertiginoso, sin precedentes, y se encuentran con más presión que nunca. Por tanto, si el sistema educativo no se adapta y no actualiza sus métodos tanto de evaluación como de calificación, no conseguiremos motivar al alumnado y combatir el alarmante fracaso escolar que golpea a nuestro país.

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