La efímera selectividad impulsada a finales del XIX

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La selección del alumnado universitario mediante un examen de ingreso fue una medida propugnada por Giner de los Ríos y otros miembros del Instituto de Libre Enseñanza, especialmente a lo largo de las dos últimas décadas del siglo XIX, para poder efectuar la acuciante reforma del obsoleto proceder de evaluación seguido en la enseñanza superior, así como para dotar de seriedad a los estudios universitarios y de homogeneidad a los estudiantes que accedían a las facultades.

La conmoción de 1898 supuso, en todos los niveles de la enseñanza, el impulso para la realización de una serie de medidas largamente reclamadas. El arrebato pedagógico desencadenado por el Desastre –pérdida de Cubas y Filipinas- impulsó una tarea legislativa compleja que se prolongaría durante las primeras décadas del siglo XX. El comienzo de dicho esfuerzo puede dividirse en dos momentos: el primero, que se correspondió con la labor del entonces ministro de Fomento, Germán Gamazo, a lo largo de septiembre y octubre de 1898, tuvo un carácter muy precipitado y un efecto efímero; el segundo, en cambio, que se extendió de 1900 a 1902 y que abarcó la actividad de los dos primeros ministros de Instrucción Pública —García Alix y el conde de Romanones—, sentó ya las bases de algunas de las realizaciones fundamentales en el terreno educativo de las décadas siguientes.

En lo referente a la enseñanza superior, una de las normativas más controvertidas durante estos dos primeros momentos fue la legislación sobre el examen de ingreso en las Facultades, la popularmente conocida como Selectividad. El seguimiento de los avatares de este examen permite sacar a la luz una valiosa información sobre la forma en que incidía la opinión de los expertos en la legislación universitaria, la manera en que se producían las continuas modificaciones de la normativa educativa universitaria, su contexto y repercusión en la opinión pública, la polémica que rodeaba su aplicación y las causas que motivaban su derogación. Todo ello, además, en relación muy específica con estas dos etapas iniciales del definitivo asentamiento legislativo del institucionismo que tuvo lugar durante el cambio de siglo, ya que la normativa sobre el examen de ingreso en la Universidad se extendió precisamente de septiembre 1898 a abril de 1902. El profesor de la Complutense, Ángel González de Pablo amplía de manera magistral toda esta información en el artículo “Los orígenes de la selectividad en la Universidad española”, publicado en 2001 en la revista Hispania del CSIC.

selectividad siglo xix

Institución Libre de Enseñanza

En aquellos años, y hasta el comienzo de la Guerra Civil en 1936, los impulsores de la reforma educativa en nuestro país fueron los miembros de la Institución Libre de Enseñanza. Catedráticos como Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Teodoro Sainz Rueda y Nicolás Salmerón, entre otros, fueron separados de la Universidad Central de Madrid por defender la libertad de cátedra y negarse a ajustar sus enseñanzas a cualquier dogma oficial en materia religiosa, política o moral. Fue cuando, viéndose obligados a proseguir su labor educativa al margen del Estado, decidieron crear un establecimiento educativo privado laico (Institución Libre de Enseñanza), que empezó en primer lugar por la enseñanza universitaria y después se extendió a la educación primaria y secundaria.

Estos intelectuales reformistas, apoyados por ilustres como Joaquín Costa, Leopoldo Alas (Clarín), José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Menéndez Pidal o Antonio Machado, siempre defendieron la necesidad de realizar exámenes de ingreso en las facultades, pero como recurso para poder suprimir el resto de los exámenes, pues estaban en contra de este sistema de premio y castigo basado, principalmente, en la capacidad memorística del alumno.

En este sentido, Giner de los Ríos afirmaba lo siguiente: “El examen de ingreso, en que se ha de juzgar la actitud de aspirantes completamente desconocidos, es quizá el único que, por ahora, y no sin grave inconveniente, cabría mantener en ocasiones”. Más adelante, al proponer una serie de remedios contra el exceso de alumnos en la Universidad, Giner se mostró más abiertamente a su favor, recomendando “el ingreso en las Facultades por oposición, mediante un examen tanto más serio cuanto que está llamado a ser el único”. Añadía que su finalidad era doble: por un lado, debía procurar “la limitación del número de alumnos que pueden concurrir a una misma cátedra”, posibilitando de este modo “la supresión de los exámenes” de las diferentes asignaturas, que se tornarían innecesarios al poder conocer perfectamente los profesores a los estudiantes que las cursaban; y, por otro, “podría servir para dar cierta homogeneidad a la preparación de los alumnos, cuya heterogeneidad, calidad y cantidad son hoy gravísimo impedimento a su provecho”.

La primera prueba

Germán Gamazo, ministro de Fomento por el Partido Liberal a finales del XIX, impulsó en septiembre 1898 una primera prueba de selectividad que establecía dos ejercicios, uno común para todos los estudiantes y otro específico de cada facultad. El común consistía en la traducción y análisis gramatical de tres breves textos: uno de latín, otro de francés y otro de alemán. Aprobado este primer ejercicio, se pasaba al específico, que tenía dos partes: una oral y otra escrita. En la oral se debía contestar una pregunta de cada una de las asignaturas del grupo de cada Facultad (en el caso, por ejemplo, de Medicina y Farmacia: Física, Química, Zoología, Botánica y Mineralogía). La parte escrita comprendía el desarrollo de un tema correspondiente a una de esas determinadas asignaturas. Esta disposición debía comenzar a regir en el curso siguiente, el de 1899-1900; y, con su entrada en vigor, se derogaba también el carácter de los cursos preparatorios de Derecho, Medicina y Farmacia, que hasta ese momento eran las únicas carreras que obligaban a realizar un curso previo para poder acceder.

Esta normativa estaba perfectamente acorde con las recomendaciones de los institucionistas: conduciría, en teoría, a una reducción del alumnado universitario (posibilitando, así, la mejora e incluso supresión de los demás exámenes) y a su homogeneización; acabando, además, con el denigrado curso preparatorio para las carreras que así lo requerían. Sin embargo, no estaba exenta ni de arbitrariedades ni de confusionismos: imponía, por un lado, el conocimiento del alemán, en detrimento del inglés, aun cuando aquél apenas se impartía en los institutos; y, por otro, coexistía con el examen de grado. Además, aunque este examen de acceso derogaba el preparatorio, este se seguía dando, ya que los alumnos del antiguo bachillerato (de cinco años de duración) acababan con 16 años y el decreto de Gamazo exigía tener los 17 cumplidos para poder matricularse en el examen de ingreso, con lo cual, hasta el arribo de los bachilleres del nuevo plan (de seis años de duración), los que fueran saliendo del viejo en la práctica estaban obligados a hacer el preparatorio durante ese año que debían esperar para poder presentarse al examen de ingreso.

Finalmente, Gamazo se vio obligado a dimitir por una serie de corruptelas desveladas por la prensa, especialmente porque confió puestos de responsabilidad en el ministerio a varios amigos, por lo que fue acusado de enchufismo.

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Los conservadores la desmantelan

Estos años de Restauración Borbónica (1874-1931), protagonizados por la vuelta de los Borbones (Alfonso XII, regencia de María Cristina y Alfonso XIII), se caracterizaron también por el ‘turnismo’, es decir, los gobiernos liberales y conservadores se sucedían pacíficamente en el poder. Por eso, tras la crisis de Gamazo y su renuncia a finales de 1898, llegó el turno de los conservadores, que volvían al poder con Francisco Silvela a la cabeza tras el asesinato de Cánovas del Castillo en 1897. El académico Luis Pidal y Mon fue el ministro de Fomento que sucedió a Gamazo y, a la postre, el encargado de desmontar su reforma educativa. El talante marcadamente conservador y tradicionalista del neocatólico marqués de Pidal no conjugaba bien con las medidas de inspiración institucionista de Gamazo. Así, en cuanto tuvo una ocasión favorable, se apresuró a revocarlas; y la primera en caer, por Real Orden de 29 de abril de 1899, fue precisamente la normativa del examen de ingreso en las facultades.

La excusa la proporcionaron los incidentes que protagonizaron los estudiantes a partir de la segunda semana de abril para forzar la suspensión del impuesto transitorio del 40% sobre los derechos de examen, matrículas y títulos a causa de la guerra. El agravamiento de los disturbios en Madrid y su extensión a otras provincias, como Salamanca y Valladolid, a finales de ese mes de abril, motivó que Pidal, entre otras medidas, decidiera suspender el examen de ingreso, con lo que aparte de calmar los ánimos estudiantiles (era un examen menos a pagar que, además, era bastante impopular), se quitaba de encima una medida dirigida —al menos en teoría— a contribuir a establecer un modelo de Universidad con el que no comulgaba en absoluto.

Pidal prosiguió la tarea derogadora y a últimos de abril vio la luz en la Gaceta su plan de segunda enseñanza, que sustituyó al de Gamazo de 13 de septiembre de 1898. Y las críticas llegaron por todos lados, especialmente por el abuso que hacía de la tutela eclesiástica, de la enseñanza de la religión y de los valores más rancios de la época. La repulsa generalizada ante la reforma de Pidal y los disturbios sociales que generaron, obligaron al gobierno a congelar momentáneamente la adopción de nuevas medidas en un tema tan sensible como el de la educación en tanto los ánimos no se sosegaran.

La llegada de García Alix

Para frenar el progresivo descrédito de su gobierno en materia educativa, Silvela dio en marzo de 1900 el golpe efectista de desgajar Fomento en dos ministerios: Obras Públicas e Instrucción Pública. Tras la dimisión de Pidal, Antonio García Alix, hombre de talante abierto y elocuente orador, fue puesto al frente de este último, convirtiéndose así en el promotor de las nuevas pretensiones reformistas de Silvela. Los múltiples conflictos que se daban casi diariamente en las calles de toda España retrasaron su reforma educativa, que no llegó hasta julio de 1900. Dando fe de su fama de filoliberal, Alix, a diferencia de los ministros conservadores que le habían precedido en Fomento, tomó significativamente en consideración las recomendaciones de los impulsores de la Institución Libre de Enseñanza.

Entre otras reformas, casi todas fracasadas, Alix restableció el examen de ingreso en las facultades. Como el propio ministro resaltaba en el prólogo de la recopilación de sus disposiciones, dicho examen estaba dirigido a ser, en consonancia con las opiniones de Giner expuestas anteriormente, un medio para dotar de homogeneidad y seriedad a la Universidad. Y, además, la reducción del alumnado se consideraba todavía como uno de los requisitos para poder poner en práctica las reformas previamente citadas en los exámenes y en los planes de estudios. Con esta ley, se pedían tres requisitos para poder entrar en la facultad: haber obtenido el grado de bachiller, tener dieciséis años cumplidos y haber aprobado el examen de ingreso, cuyo programa debía estar expuesto en las Facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias a finales de agosto a fin de que el examen pudiera efectuarse en septiembre.

Aunque tampoco tuvo éxito, cierto es que —a diferencia, para bien, con la de Gamazo— no forzaba al bachiller a pasar un año en blanco, y establecía claramente que no se podían incluir en el programa del examen conocimientos que no figuraran en los de la enseñanza oficial, como ocurría con el alemán en el anterior proyecto. De todas formas, el malestar generado por el examen originó la puesta en marcha por parte de los padres de una campaña dirigida a su suspensión, especialmente por el poco tiempo que existía entre la publicación del programa (finales de agosto) y la fecha del examen (septiembre). El ministro se reunió con los padres y pidió clemencia a los jueces examinadores, pero no eliminó la prueba de acceso. Finalmente, ese primer examen se celebró y solo suspendió un 7% de los alumnos presentados, aunque según los jueces tendrían que haber caído muchos más. “El resultado del examen de ingreso en las Facultades ha sido el suspender a unos cuantos bachilleres, aprobar a los más por misericordia y solo a unos pocos por sus merecimientos. Este es el resultado que se ve y que se toca; pero el que de este simulacro de examen han deducido los profesores, es que la mayoría de los bachilleres saben poco, o no saben nada, de las materias que forman parte del bachillerato, y por ende que tiene mucha razón de ser el examen de ingreso. No seremos nosotros quienes neguemos ni lo uno ni lo otro”, destacaba un editorial de El Siglo Médico.

De lo que no cabe duda es de que la historia se repite una y otra vez en nuestro país, pues así concluía ese editorial: “Esperemos que para el próximo curso tenga el examen de ingreso más fundamento y sea más de justicia, si es que por la mutación de ministros no vuelve todo a ser reformado como aquí es uso y costumbre”. Y como finalmente ocurrió.

Derogación de Romanones

Los disturbios no cesaron y el gobierno conservador tuvo que declarar el estado de crisis y dimitir poco después para dar paso de nuevo a los liberales. Sagasta, requerido de nuevo para formar gobierno, puso al frente de Instrucción Pública a Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, gran amigo de Fernando Giner de los Ríos. Aunque su mandato apenas duró año y medio, consiguió importantes hitos como la inclusión en los presupuestos del estado del pago a los maestros a partir de 1902, por el cual se hizo por fin realidad la vieja aspiración del gremio del cobro directo del presupuesto estatal.

Entre sus reformas, y haciendo caso a los expertos, aprobó una normativa remozada sobre el examen de ingreso en las facultades, aunque si bien mantenía los mismos objetivos que la impulsada por Alix. Ahora, el examen pasaba a realizarse tras el curso preparatorio. Para poder presentarse, se debía haber aprobado el examen de grado del bachillerato y el año preparatorio. Asimismo, pasaba a constar de tres pruebas —oral, escrita y práctica—, sobre las asignaturas de la segunda enseñanza más relacionadas con la facultad elegida por el alumno y sobre las materias estudiadas en el preparatorio. Sin embargo, y a pesar del apoyo que tenía por parte de los intelectuales, este examen de ingreso en la Universidad no se volvería a realizar hasta pasado mucho tiempo. No cabe duda de que esta prueba siempre había sido muy contestada, y ahora no iba a serlo menos. De hecho, no había transcurrido todavía un mes desde la toma de posesión del nuevo ministro y ya se habían oído las primeras quejas de los padres clamando por su suspensión.

Tanto es así, que los disturbios se fueron multiplicando con tal magnitud en contra del examen de selectividad que acabaron convirtiéndose en verdaderos motines, con multitud de alumnos heridos por sablazos asestados por la policía en las cargas. El resultado de tanto conflicto entremezclado fue el de una imagen caótica de la actividad universitaria en las postrimerías del año 1901.

Teniendo muy posiblemente en cuenta estos acontecimientos, Romanones, ante el riesgo de que, en mayo de 1902 —fecha en el que se iba a producir la mayoría de edad de Alfonso XIII y su acceso al trono, y que coincidía además con el pago de la matrícula para el examen de ingreso— nuevas protestas en su contra pudieran desencadenar otro conflicto universitario de consecuencias imprevisibles, decidió suprimir definitivamente el examen de acceso a finales de abril. Evitó así soliviantar a los estudiantes, pero a su vez puso más en duda una prueba que ya empezaba a estar en entredicho entre sus propios impulsores. De hecho, habría que esperar mucho tiempo, exactamente hasta 1975, para que el examen de selectividad volviera a implantarse en la Universidad española.

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